11.
Los lunes por la mañana escuchaba radio y ése parecía ser el momento más productivo de la semana. Las largas épocas de bloqueo las solía pasar haciendo dominadas por todo su cuarto. Más de una vez perdió el control -no era muy hábil que digamos- y la pelota fue a dar contra los casetes, los discos y la ventana. Una calurosa tarde de verano, mientras se lavaba los dientes, tuvo la idea que había estado esperando desde hacía tiempo. Era el plan perfecto para un asesinato. Cada posibilidad desembocaba en otras alternativas que, al multiplicarlas entre sí, daban verdades absolutas.
A pesar del nombre de su libro y de los temas que abordaba, Luis nunca pensó en matar a nadie. La idea del asesinato la tenía grabada en el cerebro mucho antes de que sucediera, porque cuando decidió hacerlo ya era invierno, habían pasado tres años y había terminado con Patricia.
Se sentó entonces a esperar a que las ideas llegaran. Decidió retratar primero la idea original, una suerte de triángulo amoroso, en la que la principal implicada es una estudiante lesbiana y fea, cuya irrefrenable pasión hacia una chica que no le corresponde termina ocasionando un asesinato múltiple, planeado con sumo cuidado durante noches en vela.
Al tiempo que pasó con Patricia le empezó a llamar síndrome de Estocolmo. No entendió de dónde había sacado la estúpida idea de que con esfuerzo se podía llegar a tener éxito en la vida. Sintió que la forma de ser de Patricia lo había estado contaminando.
No era que Luis huyera de la realidad, nada más no quería enamorarse de ella. Siempre había intentado conocer otros mundos y era consciente de que estaba atrapado en uno sólo. Comprendió también que había estado evadiéndose todo ese tiempo con pedazos de realidad que entraban por sus ojos cada vez que veía a Patricia.
Pensó que la lesbiana tenía que ser más o menos como él: una chica que al no ser bonita, busca la belleza en otras personas.
Para escribir esto necesitaba concentrarse. Decidió, entre otras cosas, dedicarle el libro a Patricia. Después de todo, ella había sido su novia y era bueno que hubieran terminado en las condiciones que lo hicieron: sin llanto, sin sobresaltos, sin arrepentirse un sólo instante por nada. Luis sentía que las cadenas que lo ataban a la realidad eran por fin rotas.
Cuando Patricia lo buscó, Luis pensó que le pediría volver. Hacía tiempo que no se veían. La gente pensaba que Luis andaba metido en drogas, o cuando menos, profundamente deprimido por su reciente ruptura con Patricia. La verdad era que la pasaba bárbaro. Cada día se identificaba más con su personaje, la estudiante, y los problemas que ella enfrentaba.
Patricia parecía contenta escuchándolo hablar de aquello, pero la verdad fue que el aspecto de Luis la deprimió. La estética del desaliño siempre le había parecido a algo sumamente púber. Una vez que la luz se apagó, decidió contárselo.
12.
- ¿Y esa cara? -fue lo primero que dijo Lola cuando lo abordó. Coco estaba en un estado parecido a la inconsciencia, sentado en el primer escalón y mirando el interior de su vaso de cerveza vacío. Esa noche estaba particularmente desganado. Escuchó que Luis decía algo sobre salir a la calle a comprar unos cigarrillos. Coco siguió con la mirada fija en su vaso. Lola preguntó con un tono muy molesto:
- ¿Afuera? ¿Para qué?
Coco no se había percatado antes, pero el vestido de su prima era verde y ridículo. Había empezado a sonar música de salón, o algo parecido a Norah Jones. El bar improvisado del jardín lucía cada vez más repleto. El terno que traía puesto Luis consistía en un saco marrón y un pantalón negro.
- No venden cigarrillos por acá -le increpó Lola.
- ¿Cómo sabes? -preguntó Luis.
- Por aquí no hay bodegas y los quioscos cierran temprano.
- Pero hay un grifo a unas cuadras.
Coco levantó los hombros. Con un gesto en la cabeza, se paró y se fue. Una vez en el jardín, sintió nauseas. Todo le empezó dar vueltas. Conforme avanzaba, las cosas empezaron a moverse más lentamente.
Se dirigió al bar.
- Hola -le dijo Rafaela.
Estaba apoyada en la pared y tenía un cóctel rojo en una mano.
- Hola. No te había visto.
Coco le dio un beso en la mejilla. Pidió una cerveza y se la sirvieron directamente de la chop. Con lo mareado que estaba, no se animó a decir nada y dejó que Rafaela se aburriera rápido.
- ¿Y cómo has estado? -preguntó ella.
- Parece que un poco enfermo.
Rafaela hizo un sonido con los dientes. Su vestido, azul oscuro, acentuaba la forma de su cuerpo. Coco no recordaba haberla visto nunca así. Es más, no recordaba que ninguna mujer le haya gustado tanto, excepto la misma Rafaela a la edad de quince años.
13.
Era la inauguración de la nueva planta textil de los Sokolich. La empresa se perfilaba como una de las más modernas y grandes del país. No era para menos, la economía se había vuelto a favor de las grandes empresas que apuntaban al exterior.
José Sokiloch y Sebastián Bobadilla se habían conocido en el colegio. Habían compartido pupitre y alguna que otra aventura juvenil. Ya de viejos, cuando conversaban, nunca faltaba un buen whisky a la mano. A mitad de los años noventa, Bobadilla pasó a ser dueño del 50% de la empresa textil de los Sokolich.
Esa noche Coco llevaba el pelo corto y la voz chillona. No le había salido acné, pero ya faltaba poco. Era robusto por naturaleza y un poco callado. Tenía poco más de trece años. Caminaba entre los invitados luciéndose como el hijo único de los Sokolich. Junto a él desfilaban los trabajadores, correctamente uniformados, con identificación en la solapa.
Los invitados caminaban por la fábrica como si fuera un museo. Se podía mirar pero no tocar. Entre los trabajadores había una sola mujer. Según las cifras, tarde o temprano las mujeres quedaban embarazadas y eso significaba vacaciones pagadas, distracciones en el trabajo y un indeseable etcétera. Habían contratado a una sola, disimulando el hecho de haber caído en algo conocido como discriminación sexual.
Coco logró distinguir a Rafaela vestida con una falda negra y una blusa del mismo color. Encima llevaba una casaca sport. La hija menor de los Bobadilla se había vestido así para una fiesta a la que no había querido ir. Tenía el ceño fruncido y estaba parada junto a donde servían el ponche. Debajo de su falda llevaba unas medias de nylon, y en los pies zapatos chinos negros.
También logró distinguir a su primo de la mano de la otra hija de Bobadilla. Estaban a unos metros de Rafaela y parecían totalmente absortos de lo que sucedía. Comían bocaditos y Luis tomaba un poco de cerveza. El papá de Rafaela parecía tratarlo bien. Luis sonreía y apenas se había percatado de la presencia de su primo.
- ¡Coco! -le dijo apenas lo vio, Tenía un triple chiquito en una mano y un vaso de cerveza en la otra.
- Vaya, esta fábrica sí que es enorme -dijo Patricia.
Ella llevaba básicamente lo mismo que Rafaela, pero en diferente color. Una falda crema y una blusa blanca. Tenía sujeto a Luis por el brazo, como los novios cuando dejan el altar. Al fondo, por las ventanas, sólo se veían máquinas y un par de cilindros enormes. El patio donde estaban era una suerte de zona recreativa. La empresa textil de los Sokolich apuntaba alto gracias al capital invertido por Bobadilla.
- Y bien, Coco -le dijo Luis- ¿eres consciente de que algún día heredarás todo esto?
Coco sonrió. No quería pasar su vida fabricando y exportando productos textiles, pero podría ser un medio para llegar a Rafaela. Si se casaban, podrían vivir holgadamente y relegar cargos, es decir, vender algunas acciones. En pocas palabras: vivir sin trabajar. En una casa al sur de la ciudad. Alejados de todo.
- No sólo yo -dijo Coco-, ellas también.
Patricia y Luis se dieron un beso, luego desaparecieron al interior de la fábrica. Coco los alcanzó a distinguir por las ventanas donde se veían aquellos enormes cilindros. También se exhibía la producción textil.
- Bueno -comenzó Coco-. Rafaela, ¿no?
- Sí -dijo ella.
Coco llevaba puesto un terno negro. Rafaela seguía con el ceño fruncido. Todo esto le producía a Coco una falta de confianza a alguien que, debido a su edad, no tenía la más mínima confianza en sí mismo. Logró servirse algo de ponche.
-¿Cómo te va? -le preguntó Coco.
Rafaela, a pesar que llevaba una casaca sport encima, apretó los brazos contra su pecho, alimentando la imagen que tenía de desinterés por todo. Desvió la mirada y la dirigió al cielo raso, donde había un tragaluz.
- Bien -dijo Rafaela, después de un rato.
Coco decidió darle un sorbo más a su ponche y quedarse parado junto a ella. Desvió la mirada y logró ver un par de personalidades. Había una mujer horrorosa, con la cara estirada, llena de joyas. Un hombre gordo, vestido con un abrigo y un par de fotógrafos de la prensa. Había una cámara de televisión que había estado filmado la ceremonia pero que ahora descansaba en el piso.
Volvió a la carga y le preguntó a Rafaela:
- ¿Cuántos años tienes?
- Quince -dijo ella, bajando la mirada y dándole una rápida inspección. Después de un rato, ella preguntó-: ¿Y tú?
- Yo tengo trece -dijo, orgulloso. Por un momento pensó en decir catorce, la diferencia no era muy grande pero entonces se notaba.
- ¿Cómo te llamas? -le preguntó Rafaela.
- Jorge -dijo Coco.
Aquella pregunta no le sorprendió. Después de todo, era él quien se había fijado en Rafaela y no al revés. Desde hacía mucho tiempo, Coco le había seguido la pista a Rafaela Bobadilla y a escondidas había acumulado pensamientos desastrosos, es decir, desastrosos para él, sobre la supuesta vida que llevarían en común, que se resumía en un único beso.
- Ah -dijo Rafaela, sonriendo.
- ¿Qué pasa?
- Yo me acuerdo de ti.
- ¿En serio?
- Sí, hace muchísimos años. Fuiste una vez a mi casa. Jugamos a las escondidas. Bueno, no nos llevábamos muy bien qué digamos. Al principio nos peleábamos.
- Sí, me acuerdo.
- Pero nos divertíamos.
- Sí, no estaba muy acostumbrado a jugar con niñas.
- Yo tampoco a jugar con niños.
- Es raro.
- Sí -dijo Rafaela-, como si desde entonces supiéramos que la combinación entre sexos resultara explosiva.
- Es que lo es -puntualizó Coco.
- Tienes mucha razón.
- Sí -dijo Coco-, te acuerdas que estábamos…
- En la cocina. Y le tiraste un huevo a Patricia…
Coco y Rafaela rieron a carcajadas. Luego se quedaron callados un rato, como guardando fuerzas para más tarde. No había sido tan simple. Los tres se habían escabullido hasta la cocina y habían planeado preparar un pastel. Patricia, que era la mayor de los tres, había cogido seis huevos, como solía hacerlo su abuela, y los había manipulado. Sin darse cuenta, Coco tropezó con ella y un huevo reventó.
- Vaya, no puedo creer que Luis esté con tu hermana.
- Sí -dijo Rafaela.
La expresión de su cara cambió. Coco logró percibir un poco de tristeza. Tras una de las ventanas, vio que Patricia y Luis se reían de algo y caminaban felices de la mano. Sin pensarlo un instante, Coco se dio cuenta que sus destinos estaban maliciosamente conectados. Se preguntó qué fuerza sería ésa que une y desune a las personas a su antojo.
14.
La limosina se alejó rápido del Parque del Amor. Patricia había insistido en pasar por ahí pero en no bajar. No quería hacer el absurdo recorrido que hacen los recién casados de clase media. No quería hacer luz su vestido, ni tomarse las fotos. Odiaba la recepción que los esperaba en su casa. Ya no se sentía gorda y en ése sentido, Álvaro había hecho un buen trabajo.
- Vinieron todos tus amigos -dijo él.
A pesar de que tenía un montón de cosas en la cabeza, Patricia decidió cerrar los ojos y disfrutar el recorrido. Al principio, la idea de la limosina le había parecido terrible. Sin embargo, había un vidrio oscuro que separaba a la pareja del chofer y eso le permitía estar a solas con su esposo. Se recostó sobre él, abrazándolo. El vestido le incomodaba, así que decidió sacárselo.
- Vinieron todos tus amigos -le repitió Álvaro.
Sostenía en una mano una copa de champán y miraba la calle. Constantemente le daba sorbos y parecía estar absorto en lo que hacía. Había una botella de champán en un pequeño balde de metal con hielo. Lo habían abierto riéndose a carcajadas apenas salieron de la Iglesia. Por primera vez en mucho tiempo, Patricia reconoció que su madre había tenido razón.
- ¿Pero qué haces? -le preguntó Álvaro.
Patricia le pidió que le desabrochara la espalda.
- Vamos, vamos -le dijo Patricia, dándole la espalda, recogiendo su pelo para que se vieran los botones y la cremallera.
Álvaro lanzó una carcajada.
- No lo voy a hacer -susurró-, estamos en la calle.
Patricia hizo una mueca de fastidio y se reincorporó. Se quedó inmóvil un rato, pensando qué hacer. Cruzó una pierna con la de Álvaro y le dijo:
- No puedo esperar a estar a solas contigo…
Álvaro volvió a reírse. Pasaban por El Olivar de San Isidro. La limosina cumplía un estricto recorrido trazado por la mamá de Patricia. Álvaro sacó del bolsillo un estuche con sus lentes y se los puso. No era ciego, pero con los lentes podía ver todo con más claridad.
Pasó sus dedos por el cabello de Patricia y le acarició el rostro. Las luces de El Olivar atravesaban el vidrio polarizado de la limosina. Patricia, sin pensarlo dos veces, se sentó sobre Álvaro abriendo las piernas. No sabía que estaba tan excitada. Se dejó llevar por lo que hacía su esposo.
15.
Lola sacó de su cartera una cámara digital portátil y se puso a filmar la escena. Estaban parados formando un círculo. Coco se cubrió el rostro. Luis sonrió. Rafaela siguió fumando el cigarro de marihuana que tenía sujeto entre los dedos y que alguien, no recordaba quién, le había pasado.
Estaban en una esquina frente al Golf de San Isidro. Habían perdido el rumbo alejándose lo más posible de aquella puerta iluminada. Ahora estaban perdidos y a unos metros las copas de los árboles se habían vuelto negras.
Lola le hizo un primer plano a Rafaela y ella sonrió. Coco parecía estar incómodo con lo que sucedía. Lola era una boca floja. Parecía hacer todo lo posible por hacerlo quedar mal. Decía cosas subidas de tono y fuera de lugar. Manipulaba la cámara y no parecía estar consciente de lo que hacía.
Luis y Rafaela parecían llevarse mejor cada minuto. Coco se preguntó qué clase de persona sería su primo. Rafaela no era una chica que fumara marihuana, confesó haberlo hecho sólo una vez. Al rato advirtió que se quemaba los dedos.
Lola lo registró todo en su cámara digital. Una camioneta Luciérnaga pasó bordeando la calle de enfrente. Como casi no quedaba nada, decidieron botarlo al viento y emprender el camino de regreso a la fiesta. La camioneta Luciérnaga encendió sus luces y empezó a bañar la calle de azul.
Una parte de Coco no lograba entender por qué había salido. Otra parte comprendía que sólo había seguido los pasos de Rafaela, arrastrado por el brazo de su prima. La idea de matar a alguien se le cruzó por la cabeza un instante, como parte de una fantasía que tenía cuando algo salía mal. Rafaela no parecía estar drogada pero prestaba especial atención a todo lo que decía Luis:
- Dejé la universidad -decía-, por escribir una vez al mes…
- ¿Y lo sigues haciendo? -le preguntó Rafaela.
- Claro que no.
Lola cogió del brazo a Coco y le preguntó si le pasaba algo. Lola siempre lo molestaba diciendo que era su primo favorito, por ser callado y no llamar la atención de los demás. Eran del mismo año, aunque Coco le llevaba seis meses. Cuando eran niños, jugaban a que se iban a casar. Con el paso del tiempo, aquel juego fue perdiendo mucha gracia.
Antes de llegar a la esquina, Lola advirtió a los que habían estado fumado echarse gotas a los ojos. Pararon en seco. Lola abrió su cartera y sacó un pequeño pomo. Cerca a la fiesta, un chico ambulante vendía caramelos, chicles y cigarrillos. Luis fue corriendo tras él. Tuvo suerte y compró una cajetilla de Malboro rojo. Miró a Rafaela mientras ella se echaba gotas a los ojos, parpadeaba como en los dibujos animados, y sonreía.
16.
Todo fluía con cierta normalidad hasta que una copa de champán se rompió. El sonido que hizo al chocar contra el piso provocó que todos se callaran. Unos pocos aplaudieron. El chico que había tropezado, uno con uniforme de mozo, se apuró en recoger los vidrios rotos guardándoselos en el bolsillo. Luego todo volvió a la normalidad. Los invitados siguieron con lo suyo, los encargados del bar siguieron expidiendo licor a diestra y siniestra.
La limosina que llevaba a los novios se alejó de El Olivar y emprendió el camino hacia el Golf de San Isidro. Patricia se puso el calzón. Álvaro le dio un sorbo a su copa de champán. Habían hecho el amor muy despacio. El vestido de novia no dejaba hacer mucho pero se las habían ingeniado. La penetración había sido corta pero efectiva, alimentada por la sensación de estar a la intemperie. Ahora todo estaba estático. La limosina avanzaba como si flotara.
A Luis se le subió la adrenalina cuando Rafaela lo tomó del brazo al entrar.
- Adelante -dijo el hombre vestido de terno.
Se sentaron en una mesa vacía al final del jardín, prácticamente a la entrada de la recepción. Lola y Luis tenían los ojos hundidos y una expresión amarga en el rostro. Tomaron un par de cervezas al vuelo. Alguien había subido el volumen de la música y sonaba algo de The Carpenters. Mirando bien a los invitados, parecía que todos hablaran lo mismo, articulando las mismas palabras.
- Bien -dijo Rafaela-, al parecer nos hemos sentado en la mesa de los amigos de mi hermana…
- ¿Y a quién le importa? -dijo Lola.- Declaro esta mesa como la mesa de los primos.
- Pero yo no soy tu prima…
Lola levantó los hombros.
- ¿Dónde tienes que sentarte? -le preguntó Luis.
- Creo que con los abuelos…
- Vaya, qué aburrido -dijo Lola.
En la mesa del costado todos hablaban en voz alta. Los bocaditos pasaban cada vez con menos frecuencia. Empezaron a salir platos con comida. Coco se escabulló de Lola, escapándose al interior de la casa en busca de un baño. Rafaela hizo algo muy parecido, al rato fue vista hablando con Marcela en la sala.
Sucedió muy rápido y nadie calculó exactamente cuánto tiempo pasó. Todos los invitados se aglomeraron en la entrada. La calle estaba iluminada por los postes de luz y los carros estaban estacionados uno detrás de otro, a lo largo de toda la cuadra. La limosina logró entrar por un pequeño espacio y la puerta con lunas polarizadas se abrió.
Rafaela llegó tarde. Se acomodó entre de la multitud y vio cómo su hermana salía de la limosina radiante y despeinada, con su vestido de novia color marfil. Rafaela sintió un dolor en el estómago y se alejó. En el jardín, sólo quedaban los mozos y un cabizbajo Luis sentado en una silla.
- Ya llegaron… -dijo Rafaela, con voz cansina.
- Así es -respondió Luis.
- Sabes -le dijo Rafaela, mientras se sentaba-, nunca pensé que iba a ser así…
- ¿Cómo pensaste que sería?
Rafaela levantó la cabeza al toldo que era una suerte de cielo raso. Vio aquellos globos inflados a gas, sujetados por un delgado hilo que les impedía volar hacia la luna.
- Imaginé que yo tendría novio.
Luis lanzó una carcajada.
- Y pensé que tú te casarías con ella.
- Vamos -Luis negó con la cabeza-, pudo ser peor.
De pronto todos entraron a la casa y por una especie de piñata cayeron flores que bañaron a los novios. Todos los felicitaban y hablaban en voz alta, mientras las cámaras disparaban fotos y algún encargado de filmar la escena tenía un aparato que despedía una luz blanca. Empezaron a avanzar hacia el jardín.
Patricia sonreía mientras sostenía su buqué.
17.
Después de un tiempo le empezaron a parecer dos realidades distintas. Más que dos amores o dos momentos de su vida, Patricia tomó aquellas dos relaciones y las transformó en realidades paralelas. En una vivía una Patricia que parecía haberse extinguido, pero que sobrevivía en algún lugar de su imaginación. En la otra, en cambio, vivía una Patricia que planeaba casarse y formar una familia.
Con el pasar de los años, Patricia terminó extrañando a Luis de manera permanente, casi como un estado de ánimo. Álvaro resultó ser una versión alternativa, como otro personaje de una misma novela. Durante un tiempo, Patricia soportó vivir sin Luis hasta convertirlo en un mal karma, en una palabra impronunciable. Mientras fue enamorada de Álvaro, hubo una regla tácita: imposible abordar ése tema. Patricia parecía mostrarse especialmente susceptible con eso.
Para los preparativos de la boda, Luis seguía provocando controversia. Si bien faltaban varios meses para la ceremonia, las invitaciones tenían que mandarse a imprimir con anticipación. El conflicto los agarró una noche con las invitaciones y los sobres sobre la mesa.
- Podemos enviárselas a toda la familia y ya está -dijo Marcela-. Al fin y al cabo, Luis no se ha casado, ni se ha ido a vivir sólo, creo que ni siquiera tiene novia -y lazó una carcajada-. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
- Ése no es el punto -dijo Rafaela-. Patricia, si no hubieras estado con Luis jamás hubieras conocido a Alvarito…
- Tienes razón -dijo Patricia después de un rato-, hay que enviarle una a él.
- Pero Patricia…
- Es un gesto, mamá…
Sus recuerdos la situaron en una lejana tarde de invierno. Recordó una tarde parecida pero en otro tiempo, quizá en otra realidad, donde un guapo y delgado joven, vestido con una camisa azul y una sonrisa en la cara, le dijo para salir a pasear.
Marcó el número en el teléfono y esperó que le contestaran. Sus senos estaban hinchados y tenía acidez en el estómago. Estaba con la regla. Cada timbrazo significaba una ola de adrenalina en su cuerpo. Cuando colgó, se sintió más sola que nunca. Adentro suyo, algo se moría.
18.
Los recién casados bailaban un vals y tenían una media sonrisa dibujada en el rostro.
- ¿Estás leyendo algún libro? -le preguntó Luis.
Rafaela negó con la cabeza.
- Creo que no leo nada desde que estaba en el colegio.
- Yo estaba leyendo “Dos extraños en un tren”.
Rafaela asintió.
- ¿Y qué tal es?
- Más o menos.
Rafaela pensaba en otra cosa. En la sala los recién casados terminaron de bailar. El círculo se cerró. La gente empezó a transitar. Se produjo un silencio incómodo que perturbó a todos.
Rafaela y Luis hablaban en murmullos:
- ¿Y de qué se trata?
- Bueno, trata de dos extraños que se conocen en un tren.
- ¿En serio?
- Aja.
- ¿Y después qué pasa?
Algunos se acercaron a saludar a la novia. Parecía difícil llegar hasta donde estaban los recién casados pero algunos se aventuraban. Alguien llamó a Rafaela para que intentara atrapar el buqué pero ella negó con la cabeza. Le volvió a preguntar a Luis:
- ¿Y después qué pasa?
- Bueno. Cada uno decide matar al enemigo del otro.
- ¿Cómo así?
- No sé, creo que conversaban y salía el tema de la nada.
Rafaela lanzó una carcajada.
- ¿Sabías que eres gracioso?
Luis asintió.
- Sí, no sé cómo tu hermana me pudo cambiar por el idiota de mi primo…
Otra de las amigas de Patricia se acercó hasta donde estaba Rafaela y le dijo que todas las chicas estaban listas para atrapar el buqué. Rafaela negó con la cabeza, tomó a Luis del brazo y se lo llevó hasta el jardín. Pudo ver que las amigas de su hermana se habían arrimado a un extremo de la sala.
- ¿Qué sucede? -preguntó Luis.
Rafaela habló apresuradamente. Luis enmudeció. En la sala, Patricia le dio la espalda al grupo donde estaban paradas sus amigas solteras. Entre ellas se encontraban amigas del colegio y de la universidad, junto a Lola y otras chicas. Excepto Rafaela.
Patricia se rehusó a tirar el buqué sin su hermana en la fila, así que la mandó a traer con Marcela. Una vez que Rafaela estuvo ahí, el buqué voló por los aires hasta caer directo en las manos de una chica rubia con mirada tonta.
19.
Cuando Almendra cogió el buqué, se lo enseñó a todos gritando:
- ¡Lo atrapé! ¡Me voy a casar! -Mientras daba pequeños saltos. Tenía un vestido blanco a cuadros que le llegaba a la cintura. Algunos aseguraron haberle visto el calzón. Era rojo.
Luego de coger el buqué, se dirigió hasta donde estaba Álvaro y le dijo:
- ¡Lo atrapé!
Almendra trabajaba con Álvaro en un bufé de abogados, formado por un grupo de amigos salidos de la misma facultad. Almendra había estudiado secretariado bilingüe y fue aceptaba luego de mostrar por la oficina sus dos fabulosas piernas. Toda su vida había sido una versión de la ruca del barrio. A primera vista pasaba desapercibida, su aspecto no la favorecía, tenía el pelo pintado y la mirada desorientada. Su relación con Álvaro sobrepasó lo laboral una tarde de verano, cuando le mostró la parte bilingüe de su secretariado. Desde entonces el trabajo dejó de ser tan monótono para ambos. Almendra se pasaba las tardes sentada, limándose las uñas, esperando que Álvaro la saque a pasear.
A él le gustaba la displicencia con que Almendra se dejaba hacer el amor. Había cosas que le hacía en la cama de las que ni siquiera se atrevería a hablar con Patricia. Una noche, mientras regresaba de un night club con dos amigos y un travesti en el coche, se dio cuenta de lo que había pasado. Había perdido el control. Lo que hacía un año era un romance clandestino, una aventura de oficina, para calmar el dolor del día a día, se había vuelto una aventura descontrolada que podía o no acabar con su futuro matrimonio.
Un buen día, después de la faena de rigor, Álvaro tuvo la brillante idea de aclararle el panorama a Almendra. Le dijo que le gustaba estar con ella porque lo suyo era sólo sexo. Almendra respondió con un ataque drástico de insultos que no bajaron del maldito bastardo hijo de puta. Amenazó con contarle todo a Patricia y se puso a llorar. Antes de que Álvaro cogiera su ropa y se fuera, Almendra dijo que pensaba quitarse la vida y a dejar una nota suicida.
En el coche de la empresa Álvaro condujo como un zombi. La idea de ver su vida acabada antes de empezar lo mortificó siempre, pero ahora podía volverse realidad. Antes de llegar a la oficina, en el cruce de Javier Prado con Arequipa, sus dos amigos bajaron, se despidieron de él y caminaron por la avenida Arequipa dando tumbos. El travesti pasó al asiento del copiloto. Empezó a hablarle en voz baja, con un sonido ronco. Tenía el pelo largo, probablemente una peluca, tetas de mentira, una minifalda a la que le hacían falta caderas y botas de tacón alto. La luz de la calle se filtraba por el coche.
20.
Nelson Aguirre bajó del taxi y esquivó la cinta amarilla que le franqueaba la entrada de la casa de los Bobadilla. Su grafico llevaba una cámara digital y le seguía los pasos a pocos metros de distancia. Ambos tenían aspecto de estar cansados. Habían aceptado cubrir la nota a regañadientes. El diario necesitaba fotos frescas de cadáveres. Julio Chuqui, el director en jefe, ya tenía un titular en mente.
La noticia había llegado demasiado tarde a la redacción. La edición matutina había salido de la imprenta y estaba siendo distribuida como pan caliente. El que dio el dato fue un policía con quien se había llegado a un acuerdo.
Nelson Aguirre, el editor nocturno, suspiró. El chico al que habían enviado de gráfico nunca antes lo había visto en su vida, había aparecido en la redacción con una cámara digital a las cinco de la mañana y se subió al coche. Calculó que debía tener entre diecinueve y veinte años. Durante el trayecto no se dijeron palabra. Nelson Aguirre aprovechó para echar una cabeceada y dormir unos minutos.
Una vez en la puerta los policías les impidieron la entrada. Nelson Aguirre intercambió unas cuantas palabras con ellos. Eran los primeros periodistas en llegar. Los policías estaban listos para impedirle la entrada a la prensa. Sin embargo, el diario tenía buenos contactos. El detective de homicidios era amigo de Julio Chuqui. Más de una vez le había dado exclusivas por favores que eran retribuidos más adelante. El detective los dejó entrar.
El jardín de la casa de bobadilla era cubierto por un toldo. Ahí estaban las sillas, las mesas y el bar. Los músicos habían dejado los instrumentos y el pequeño escenario lucía ahora desierto. Con un poco de imaginación, Nelson Aguirre pudo ver como había sido la fiesta. Casi pudo ver a las chicas con sus vestidos. Pudo imaginar a los novios en el umbral de la puerta. Vio la mesa donde una bolsa de hielo se había derretido. Vio la sangre en el jardín. Entrando a la sala vio con tiza la silueta de un cadáver. Un impacto de bala en la pared. Unos cuantos casquillos en el suelo. Nelson Aguirre preguntó si aún quedaba algún cadáver.
El detective de homicidios sonrió. Otro detective forense paseaba por la casa recogiendo pistas. Los cadáveres se los habían llevado hacía unos minutos, pero aún había otro. Nelson Aguirre sonrió. El gráfico disparaba fotos que jamás serían publicadas. Lo que valía la pena era el cadáver, la sangre, la expresión sin vida de alguien…
Los llevó al estudio del señor Bobadilla. Ahí guardaba sus documentos y pasaba la mayor parte del tiempo. La puerta estaba cerrada con doble llave. Habían forzado la chapa y la puerta (de caoba, como todo en aquella habitación) había sido una puerta difícil de romper. Adentro estaba él. Había sido estrangulado y tenía fuertes contusiones en la cabeza. Su sangre seca le cubría el rostro. Había algo de materia gris en la pared, como un cuadro expresionista de Pollock. Aquel cadáver con el pantalón a la altura de las rodillas, en rigor mortis, era Álvaro Sosa.
El gráfico se había quedado boquiabierto ante la escena (era, sin duda, la primera vez que veía un muerto) y empezó a disparar fotos con la cámara digital. Apuntaba el lente y disparaba. Cuando nadie se lo esperaba, vomitó.
Uno de los policías lo sacó al jardín. El gráfico tomó un poco de aire y se repuso. Aquella pestilencia no se comparaba con ningún otro olor fétido que hubiera olido jamás. Alguien le pasó un vaso de agua que el gráfico bebió de un solo sorbo. Buscó la luz del día, porque acababa de amanecer, y se estiró levantando los brazos al cielo. Huyó del toldo, porque le daba la sensación de claustrofobia. Se paró junto a un árbol. Algunas ramas estaban torcidas. Sin pensar en nada les tomó una foto.
El detective de homicidios, tras fijar un nuevo precio a pagar a través de Julio Chuqui, llevó a Nelson Aguirre al segundo piso. Pasaron por el baño, ahí se había encontrado al primer cadáver. Había sido la dama de honor. Apareció con cortes en la yugular flotando en la tina. Mandaron a llamar al gráfico para que tomara otra foto. De todas formas, dijo el detective, podía darles luego algunas fotos. Eso era, por supuesto, otro precio y otra forma de pago.
Lo llevó al cuarto de la novia. Ahí había aparecido Patricia amordazada. Su muerte había sido menos dolorosa, si cabía el término. En realidad, había sido una muerte simple, menos complicada, menos espectacular. La habían amordazado con un pañuelo y le habían disparado en la cabeza, almohada de por medio, con un revolver. Los especialistas encargados de balística estaban en ese momento estudiando qué tipo de bala se había utilizado. Se sabía, por el momento, que un familiar político de la víctima había llevado un revolver al matrimonio.
- ¿Quién? -Preguntó Nelson Aguirre.
- Javier Ramallo.
Nelson Aguirre trató de hacer memoria. El nombre le sonaba a algo. Julio Chuqui le había informado rápidamente del caso por teléfono, pero Aguirre no le había prestado mucha atención. En aquel momento, al enterarse que iba a salir de comisión, tomaba su sexto café y se apretaba los ojos con una mano.
- ¿Y quién chucha es Javier Ramallo?
- El tipo que mató al asesino -dijo el detective.
En seguida comenzó a explicarle el orden de los acontecimientos. El primer cadáver que se encontró fue el de la dama de honor, a eso de la una de la mañana. El detective lo llevó a una escalera de servicio que conducía al techo. Los escalones finales estaban manchados con un líquido negro y viscoso. Había otra silueta dibujada con tiza blanca. El detective de homicidios sentenció:
- Paola Ramallo.
Nelson Aguirre tomó nota.
- Se encontró su cadáver dos horas después del de la dama de honor. Lo hizo Luis Sosa, primo de la víctima.
- ¿Cómo así supieron quién fue el asesino?
El detective y Nelson Aguirre caminaron por el techo. En la calle, los canales de televisión hicieron acto de presencia. Unos ciclistas matutinos se aglomeraron a contemplar la escena. Una cámara filmaba a una reportera. La camioneta era de canal dos.
- Rafaela Bobadilla, la hermana menor de Patricia, lo encontró en el jardín. Estaba medio desnudo. Dice que tenía una pistola. La chica le preguntó qué le pasaba y él se puso violento.
- ¿Quién era?
- Jorge Sokolich. Su papá era socio de Bobadilla en una empresa textil que enfrenta un juicio.
Nelson Aguirre silbó.
- Es grande la cosa -dijo.
- Ahí no acaba.
El detective lo llevó escaleras abajo. Volvieron a la habitación de Patricia. Se veía un tocador, un estante lleno de muñecos de felpa, el armario estaba abierto y el vestido de novia cuidadosamente colocado sobre una silla.
- No se sabe en qué momento exactamente asesinaron a Álvaro Sosa, pero se piensa que fue antes de que mataran a Patricia de un balazo en la cabeza. Después de esto, el supuesto asesino, es decir, Sokolich hijo, bajó las escaleras con la intención abrirse paso a balazos. Es cuando le dispara a un grupo de chicos amigos de la novia que bailaban… -El detective hizo un gesto con los ojos, separando las cejas-. Los médicos legistas se habían ido, llevándose el cadáver de la dama de honor. Bobadilla hizo que el fiscal de turno pasara por alto las normas habituales, lo coimeó… -El detective levantó los hombros. Aguirre tomó nota-. Mira cómo son las cosas. El loco de mierda este baja las escaleras y al primero en dar vuelta es al propio Bobadilla. Lo raro del asunto es que la pistola que tenía solía atascarse. Disparó a los chicos que bailaban. -El gráfico tomó algunas fotos a las siluetas en el piso y a las manchas de sangre-. Todos gritaron. Todos lo vieron… -Señaló las siluetas en el piso, los casquillos, las manchas de sangre-. Se dirigió a la puerta. -El detective señaló la puerta.
Salieron a la calle. Empezó a salir sol. Caminaron unos metros que se prolongaron y se volvieron cuadras, en dirección opuesta al Golf de San Isidro. Finalmente encontraron otras cintas amarillas y un cadáver en la pista junto a una mancha de sangre.
- Aquí terminó el hijo de puta -dijo el detective.
Nelson Aguirre asintió. El sol le caía en la cara, lo que le hacía achinar los ojos. Era una gran historia. El gráfico tomó otra foto.
Los lunes por la mañana escuchaba radio y ése parecía ser el momento más productivo de la semana. Las largas épocas de bloqueo las solía pasar haciendo dominadas por todo su cuarto. Más de una vez perdió el control -no era muy hábil que digamos- y la pelota fue a dar contra los casetes, los discos y la ventana. Una calurosa tarde de verano, mientras se lavaba los dientes, tuvo la idea que había estado esperando desde hacía tiempo. Era el plan perfecto para un asesinato. Cada posibilidad desembocaba en otras alternativas que, al multiplicarlas entre sí, daban verdades absolutas.
A pesar del nombre de su libro y de los temas que abordaba, Luis nunca pensó en matar a nadie. La idea del asesinato la tenía grabada en el cerebro mucho antes de que sucediera, porque cuando decidió hacerlo ya era invierno, habían pasado tres años y había terminado con Patricia.
Se sentó entonces a esperar a que las ideas llegaran. Decidió retratar primero la idea original, una suerte de triángulo amoroso, en la que la principal implicada es una estudiante lesbiana y fea, cuya irrefrenable pasión hacia una chica que no le corresponde termina ocasionando un asesinato múltiple, planeado con sumo cuidado durante noches en vela.
Al tiempo que pasó con Patricia le empezó a llamar síndrome de Estocolmo. No entendió de dónde había sacado la estúpida idea de que con esfuerzo se podía llegar a tener éxito en la vida. Sintió que la forma de ser de Patricia lo había estado contaminando.
No era que Luis huyera de la realidad, nada más no quería enamorarse de ella. Siempre había intentado conocer otros mundos y era consciente de que estaba atrapado en uno sólo. Comprendió también que había estado evadiéndose todo ese tiempo con pedazos de realidad que entraban por sus ojos cada vez que veía a Patricia.
Pensó que la lesbiana tenía que ser más o menos como él: una chica que al no ser bonita, busca la belleza en otras personas.
Para escribir esto necesitaba concentrarse. Decidió, entre otras cosas, dedicarle el libro a Patricia. Después de todo, ella había sido su novia y era bueno que hubieran terminado en las condiciones que lo hicieron: sin llanto, sin sobresaltos, sin arrepentirse un sólo instante por nada. Luis sentía que las cadenas que lo ataban a la realidad eran por fin rotas.
Cuando Patricia lo buscó, Luis pensó que le pediría volver. Hacía tiempo que no se veían. La gente pensaba que Luis andaba metido en drogas, o cuando menos, profundamente deprimido por su reciente ruptura con Patricia. La verdad era que la pasaba bárbaro. Cada día se identificaba más con su personaje, la estudiante, y los problemas que ella enfrentaba.
Patricia parecía contenta escuchándolo hablar de aquello, pero la verdad fue que el aspecto de Luis la deprimió. La estética del desaliño siempre le había parecido a algo sumamente púber. Una vez que la luz se apagó, decidió contárselo.
12.
- ¿Y esa cara? -fue lo primero que dijo Lola cuando lo abordó. Coco estaba en un estado parecido a la inconsciencia, sentado en el primer escalón y mirando el interior de su vaso de cerveza vacío. Esa noche estaba particularmente desganado. Escuchó que Luis decía algo sobre salir a la calle a comprar unos cigarrillos. Coco siguió con la mirada fija en su vaso. Lola preguntó con un tono muy molesto:
- ¿Afuera? ¿Para qué?
Coco no se había percatado antes, pero el vestido de su prima era verde y ridículo. Había empezado a sonar música de salón, o algo parecido a Norah Jones. El bar improvisado del jardín lucía cada vez más repleto. El terno que traía puesto Luis consistía en un saco marrón y un pantalón negro.
- No venden cigarrillos por acá -le increpó Lola.
- ¿Cómo sabes? -preguntó Luis.
- Por aquí no hay bodegas y los quioscos cierran temprano.
- Pero hay un grifo a unas cuadras.
Coco levantó los hombros. Con un gesto en la cabeza, se paró y se fue. Una vez en el jardín, sintió nauseas. Todo le empezó dar vueltas. Conforme avanzaba, las cosas empezaron a moverse más lentamente.
Se dirigió al bar.
- Hola -le dijo Rafaela.
Estaba apoyada en la pared y tenía un cóctel rojo en una mano.
- Hola. No te había visto.
Coco le dio un beso en la mejilla. Pidió una cerveza y se la sirvieron directamente de la chop. Con lo mareado que estaba, no se animó a decir nada y dejó que Rafaela se aburriera rápido.
- ¿Y cómo has estado? -preguntó ella.
- Parece que un poco enfermo.
Rafaela hizo un sonido con los dientes. Su vestido, azul oscuro, acentuaba la forma de su cuerpo. Coco no recordaba haberla visto nunca así. Es más, no recordaba que ninguna mujer le haya gustado tanto, excepto la misma Rafaela a la edad de quince años.
13.
Era la inauguración de la nueva planta textil de los Sokolich. La empresa se perfilaba como una de las más modernas y grandes del país. No era para menos, la economía se había vuelto a favor de las grandes empresas que apuntaban al exterior.
José Sokiloch y Sebastián Bobadilla se habían conocido en el colegio. Habían compartido pupitre y alguna que otra aventura juvenil. Ya de viejos, cuando conversaban, nunca faltaba un buen whisky a la mano. A mitad de los años noventa, Bobadilla pasó a ser dueño del 50% de la empresa textil de los Sokolich.
Esa noche Coco llevaba el pelo corto y la voz chillona. No le había salido acné, pero ya faltaba poco. Era robusto por naturaleza y un poco callado. Tenía poco más de trece años. Caminaba entre los invitados luciéndose como el hijo único de los Sokolich. Junto a él desfilaban los trabajadores, correctamente uniformados, con identificación en la solapa.
Los invitados caminaban por la fábrica como si fuera un museo. Se podía mirar pero no tocar. Entre los trabajadores había una sola mujer. Según las cifras, tarde o temprano las mujeres quedaban embarazadas y eso significaba vacaciones pagadas, distracciones en el trabajo y un indeseable etcétera. Habían contratado a una sola, disimulando el hecho de haber caído en algo conocido como discriminación sexual.
Coco logró distinguir a Rafaela vestida con una falda negra y una blusa del mismo color. Encima llevaba una casaca sport. La hija menor de los Bobadilla se había vestido así para una fiesta a la que no había querido ir. Tenía el ceño fruncido y estaba parada junto a donde servían el ponche. Debajo de su falda llevaba unas medias de nylon, y en los pies zapatos chinos negros.
También logró distinguir a su primo de la mano de la otra hija de Bobadilla. Estaban a unos metros de Rafaela y parecían totalmente absortos de lo que sucedía. Comían bocaditos y Luis tomaba un poco de cerveza. El papá de Rafaela parecía tratarlo bien. Luis sonreía y apenas se había percatado de la presencia de su primo.
- ¡Coco! -le dijo apenas lo vio, Tenía un triple chiquito en una mano y un vaso de cerveza en la otra.
- Vaya, esta fábrica sí que es enorme -dijo Patricia.
Ella llevaba básicamente lo mismo que Rafaela, pero en diferente color. Una falda crema y una blusa blanca. Tenía sujeto a Luis por el brazo, como los novios cuando dejan el altar. Al fondo, por las ventanas, sólo se veían máquinas y un par de cilindros enormes. El patio donde estaban era una suerte de zona recreativa. La empresa textil de los Sokolich apuntaba alto gracias al capital invertido por Bobadilla.
- Y bien, Coco -le dijo Luis- ¿eres consciente de que algún día heredarás todo esto?
Coco sonrió. No quería pasar su vida fabricando y exportando productos textiles, pero podría ser un medio para llegar a Rafaela. Si se casaban, podrían vivir holgadamente y relegar cargos, es decir, vender algunas acciones. En pocas palabras: vivir sin trabajar. En una casa al sur de la ciudad. Alejados de todo.
- No sólo yo -dijo Coco-, ellas también.
Patricia y Luis se dieron un beso, luego desaparecieron al interior de la fábrica. Coco los alcanzó a distinguir por las ventanas donde se veían aquellos enormes cilindros. También se exhibía la producción textil.
- Bueno -comenzó Coco-. Rafaela, ¿no?
- Sí -dijo ella.
Coco llevaba puesto un terno negro. Rafaela seguía con el ceño fruncido. Todo esto le producía a Coco una falta de confianza a alguien que, debido a su edad, no tenía la más mínima confianza en sí mismo. Logró servirse algo de ponche.
-¿Cómo te va? -le preguntó Coco.
Rafaela, a pesar que llevaba una casaca sport encima, apretó los brazos contra su pecho, alimentando la imagen que tenía de desinterés por todo. Desvió la mirada y la dirigió al cielo raso, donde había un tragaluz.
- Bien -dijo Rafaela, después de un rato.
Coco decidió darle un sorbo más a su ponche y quedarse parado junto a ella. Desvió la mirada y logró ver un par de personalidades. Había una mujer horrorosa, con la cara estirada, llena de joyas. Un hombre gordo, vestido con un abrigo y un par de fotógrafos de la prensa. Había una cámara de televisión que había estado filmado la ceremonia pero que ahora descansaba en el piso.
Volvió a la carga y le preguntó a Rafaela:
- ¿Cuántos años tienes?
- Quince -dijo ella, bajando la mirada y dándole una rápida inspección. Después de un rato, ella preguntó-: ¿Y tú?
- Yo tengo trece -dijo, orgulloso. Por un momento pensó en decir catorce, la diferencia no era muy grande pero entonces se notaba.
- ¿Cómo te llamas? -le preguntó Rafaela.
- Jorge -dijo Coco.
Aquella pregunta no le sorprendió. Después de todo, era él quien se había fijado en Rafaela y no al revés. Desde hacía mucho tiempo, Coco le había seguido la pista a Rafaela Bobadilla y a escondidas había acumulado pensamientos desastrosos, es decir, desastrosos para él, sobre la supuesta vida que llevarían en común, que se resumía en un único beso.
- Ah -dijo Rafaela, sonriendo.
- ¿Qué pasa?
- Yo me acuerdo de ti.
- ¿En serio?
- Sí, hace muchísimos años. Fuiste una vez a mi casa. Jugamos a las escondidas. Bueno, no nos llevábamos muy bien qué digamos. Al principio nos peleábamos.
- Sí, me acuerdo.
- Pero nos divertíamos.
- Sí, no estaba muy acostumbrado a jugar con niñas.
- Yo tampoco a jugar con niños.
- Es raro.
- Sí -dijo Rafaela-, como si desde entonces supiéramos que la combinación entre sexos resultara explosiva.
- Es que lo es -puntualizó Coco.
- Tienes mucha razón.
- Sí -dijo Coco-, te acuerdas que estábamos…
- En la cocina. Y le tiraste un huevo a Patricia…
Coco y Rafaela rieron a carcajadas. Luego se quedaron callados un rato, como guardando fuerzas para más tarde. No había sido tan simple. Los tres se habían escabullido hasta la cocina y habían planeado preparar un pastel. Patricia, que era la mayor de los tres, había cogido seis huevos, como solía hacerlo su abuela, y los había manipulado. Sin darse cuenta, Coco tropezó con ella y un huevo reventó.
- Vaya, no puedo creer que Luis esté con tu hermana.
- Sí -dijo Rafaela.
La expresión de su cara cambió. Coco logró percibir un poco de tristeza. Tras una de las ventanas, vio que Patricia y Luis se reían de algo y caminaban felices de la mano. Sin pensarlo un instante, Coco se dio cuenta que sus destinos estaban maliciosamente conectados. Se preguntó qué fuerza sería ésa que une y desune a las personas a su antojo.
14.
La limosina se alejó rápido del Parque del Amor. Patricia había insistido en pasar por ahí pero en no bajar. No quería hacer el absurdo recorrido que hacen los recién casados de clase media. No quería hacer luz su vestido, ni tomarse las fotos. Odiaba la recepción que los esperaba en su casa. Ya no se sentía gorda y en ése sentido, Álvaro había hecho un buen trabajo.
- Vinieron todos tus amigos -dijo él.
A pesar de que tenía un montón de cosas en la cabeza, Patricia decidió cerrar los ojos y disfrutar el recorrido. Al principio, la idea de la limosina le había parecido terrible. Sin embargo, había un vidrio oscuro que separaba a la pareja del chofer y eso le permitía estar a solas con su esposo. Se recostó sobre él, abrazándolo. El vestido le incomodaba, así que decidió sacárselo.
- Vinieron todos tus amigos -le repitió Álvaro.
Sostenía en una mano una copa de champán y miraba la calle. Constantemente le daba sorbos y parecía estar absorto en lo que hacía. Había una botella de champán en un pequeño balde de metal con hielo. Lo habían abierto riéndose a carcajadas apenas salieron de la Iglesia. Por primera vez en mucho tiempo, Patricia reconoció que su madre había tenido razón.
- ¿Pero qué haces? -le preguntó Álvaro.
Patricia le pidió que le desabrochara la espalda.
- Vamos, vamos -le dijo Patricia, dándole la espalda, recogiendo su pelo para que se vieran los botones y la cremallera.
Álvaro lanzó una carcajada.
- No lo voy a hacer -susurró-, estamos en la calle.
Patricia hizo una mueca de fastidio y se reincorporó. Se quedó inmóvil un rato, pensando qué hacer. Cruzó una pierna con la de Álvaro y le dijo:
- No puedo esperar a estar a solas contigo…
Álvaro volvió a reírse. Pasaban por El Olivar de San Isidro. La limosina cumplía un estricto recorrido trazado por la mamá de Patricia. Álvaro sacó del bolsillo un estuche con sus lentes y se los puso. No era ciego, pero con los lentes podía ver todo con más claridad.
Pasó sus dedos por el cabello de Patricia y le acarició el rostro. Las luces de El Olivar atravesaban el vidrio polarizado de la limosina. Patricia, sin pensarlo dos veces, se sentó sobre Álvaro abriendo las piernas. No sabía que estaba tan excitada. Se dejó llevar por lo que hacía su esposo.
15.
Lola sacó de su cartera una cámara digital portátil y se puso a filmar la escena. Estaban parados formando un círculo. Coco se cubrió el rostro. Luis sonrió. Rafaela siguió fumando el cigarro de marihuana que tenía sujeto entre los dedos y que alguien, no recordaba quién, le había pasado.
Estaban en una esquina frente al Golf de San Isidro. Habían perdido el rumbo alejándose lo más posible de aquella puerta iluminada. Ahora estaban perdidos y a unos metros las copas de los árboles se habían vuelto negras.
Lola le hizo un primer plano a Rafaela y ella sonrió. Coco parecía estar incómodo con lo que sucedía. Lola era una boca floja. Parecía hacer todo lo posible por hacerlo quedar mal. Decía cosas subidas de tono y fuera de lugar. Manipulaba la cámara y no parecía estar consciente de lo que hacía.
Luis y Rafaela parecían llevarse mejor cada minuto. Coco se preguntó qué clase de persona sería su primo. Rafaela no era una chica que fumara marihuana, confesó haberlo hecho sólo una vez. Al rato advirtió que se quemaba los dedos.
Lola lo registró todo en su cámara digital. Una camioneta Luciérnaga pasó bordeando la calle de enfrente. Como casi no quedaba nada, decidieron botarlo al viento y emprender el camino de regreso a la fiesta. La camioneta Luciérnaga encendió sus luces y empezó a bañar la calle de azul.
Una parte de Coco no lograba entender por qué había salido. Otra parte comprendía que sólo había seguido los pasos de Rafaela, arrastrado por el brazo de su prima. La idea de matar a alguien se le cruzó por la cabeza un instante, como parte de una fantasía que tenía cuando algo salía mal. Rafaela no parecía estar drogada pero prestaba especial atención a todo lo que decía Luis:
- Dejé la universidad -decía-, por escribir una vez al mes…
- ¿Y lo sigues haciendo? -le preguntó Rafaela.
- Claro que no.
Lola cogió del brazo a Coco y le preguntó si le pasaba algo. Lola siempre lo molestaba diciendo que era su primo favorito, por ser callado y no llamar la atención de los demás. Eran del mismo año, aunque Coco le llevaba seis meses. Cuando eran niños, jugaban a que se iban a casar. Con el paso del tiempo, aquel juego fue perdiendo mucha gracia.
Antes de llegar a la esquina, Lola advirtió a los que habían estado fumado echarse gotas a los ojos. Pararon en seco. Lola abrió su cartera y sacó un pequeño pomo. Cerca a la fiesta, un chico ambulante vendía caramelos, chicles y cigarrillos. Luis fue corriendo tras él. Tuvo suerte y compró una cajetilla de Malboro rojo. Miró a Rafaela mientras ella se echaba gotas a los ojos, parpadeaba como en los dibujos animados, y sonreía.
16.
Todo fluía con cierta normalidad hasta que una copa de champán se rompió. El sonido que hizo al chocar contra el piso provocó que todos se callaran. Unos pocos aplaudieron. El chico que había tropezado, uno con uniforme de mozo, se apuró en recoger los vidrios rotos guardándoselos en el bolsillo. Luego todo volvió a la normalidad. Los invitados siguieron con lo suyo, los encargados del bar siguieron expidiendo licor a diestra y siniestra.
La limosina que llevaba a los novios se alejó de El Olivar y emprendió el camino hacia el Golf de San Isidro. Patricia se puso el calzón. Álvaro le dio un sorbo a su copa de champán. Habían hecho el amor muy despacio. El vestido de novia no dejaba hacer mucho pero se las habían ingeniado. La penetración había sido corta pero efectiva, alimentada por la sensación de estar a la intemperie. Ahora todo estaba estático. La limosina avanzaba como si flotara.
A Luis se le subió la adrenalina cuando Rafaela lo tomó del brazo al entrar.
- Adelante -dijo el hombre vestido de terno.
Se sentaron en una mesa vacía al final del jardín, prácticamente a la entrada de la recepción. Lola y Luis tenían los ojos hundidos y una expresión amarga en el rostro. Tomaron un par de cervezas al vuelo. Alguien había subido el volumen de la música y sonaba algo de The Carpenters. Mirando bien a los invitados, parecía que todos hablaran lo mismo, articulando las mismas palabras.
- Bien -dijo Rafaela-, al parecer nos hemos sentado en la mesa de los amigos de mi hermana…
- ¿Y a quién le importa? -dijo Lola.- Declaro esta mesa como la mesa de los primos.
- Pero yo no soy tu prima…
Lola levantó los hombros.
- ¿Dónde tienes que sentarte? -le preguntó Luis.
- Creo que con los abuelos…
- Vaya, qué aburrido -dijo Lola.
En la mesa del costado todos hablaban en voz alta. Los bocaditos pasaban cada vez con menos frecuencia. Empezaron a salir platos con comida. Coco se escabulló de Lola, escapándose al interior de la casa en busca de un baño. Rafaela hizo algo muy parecido, al rato fue vista hablando con Marcela en la sala.
Sucedió muy rápido y nadie calculó exactamente cuánto tiempo pasó. Todos los invitados se aglomeraron en la entrada. La calle estaba iluminada por los postes de luz y los carros estaban estacionados uno detrás de otro, a lo largo de toda la cuadra. La limosina logró entrar por un pequeño espacio y la puerta con lunas polarizadas se abrió.
Rafaela llegó tarde. Se acomodó entre de la multitud y vio cómo su hermana salía de la limosina radiante y despeinada, con su vestido de novia color marfil. Rafaela sintió un dolor en el estómago y se alejó. En el jardín, sólo quedaban los mozos y un cabizbajo Luis sentado en una silla.
- Ya llegaron… -dijo Rafaela, con voz cansina.
- Así es -respondió Luis.
- Sabes -le dijo Rafaela, mientras se sentaba-, nunca pensé que iba a ser así…
- ¿Cómo pensaste que sería?
Rafaela levantó la cabeza al toldo que era una suerte de cielo raso. Vio aquellos globos inflados a gas, sujetados por un delgado hilo que les impedía volar hacia la luna.
- Imaginé que yo tendría novio.
Luis lanzó una carcajada.
- Y pensé que tú te casarías con ella.
- Vamos -Luis negó con la cabeza-, pudo ser peor.
De pronto todos entraron a la casa y por una especie de piñata cayeron flores que bañaron a los novios. Todos los felicitaban y hablaban en voz alta, mientras las cámaras disparaban fotos y algún encargado de filmar la escena tenía un aparato que despedía una luz blanca. Empezaron a avanzar hacia el jardín.
Patricia sonreía mientras sostenía su buqué.
17.
Después de un tiempo le empezaron a parecer dos realidades distintas. Más que dos amores o dos momentos de su vida, Patricia tomó aquellas dos relaciones y las transformó en realidades paralelas. En una vivía una Patricia que parecía haberse extinguido, pero que sobrevivía en algún lugar de su imaginación. En la otra, en cambio, vivía una Patricia que planeaba casarse y formar una familia.
Con el pasar de los años, Patricia terminó extrañando a Luis de manera permanente, casi como un estado de ánimo. Álvaro resultó ser una versión alternativa, como otro personaje de una misma novela. Durante un tiempo, Patricia soportó vivir sin Luis hasta convertirlo en un mal karma, en una palabra impronunciable. Mientras fue enamorada de Álvaro, hubo una regla tácita: imposible abordar ése tema. Patricia parecía mostrarse especialmente susceptible con eso.
Para los preparativos de la boda, Luis seguía provocando controversia. Si bien faltaban varios meses para la ceremonia, las invitaciones tenían que mandarse a imprimir con anticipación. El conflicto los agarró una noche con las invitaciones y los sobres sobre la mesa.
- Podemos enviárselas a toda la familia y ya está -dijo Marcela-. Al fin y al cabo, Luis no se ha casado, ni se ha ido a vivir sólo, creo que ni siquiera tiene novia -y lazó una carcajada-. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
- Ése no es el punto -dijo Rafaela-. Patricia, si no hubieras estado con Luis jamás hubieras conocido a Alvarito…
- Tienes razón -dijo Patricia después de un rato-, hay que enviarle una a él.
- Pero Patricia…
- Es un gesto, mamá…
Sus recuerdos la situaron en una lejana tarde de invierno. Recordó una tarde parecida pero en otro tiempo, quizá en otra realidad, donde un guapo y delgado joven, vestido con una camisa azul y una sonrisa en la cara, le dijo para salir a pasear.
Marcó el número en el teléfono y esperó que le contestaran. Sus senos estaban hinchados y tenía acidez en el estómago. Estaba con la regla. Cada timbrazo significaba una ola de adrenalina en su cuerpo. Cuando colgó, se sintió más sola que nunca. Adentro suyo, algo se moría.
18.
Los recién casados bailaban un vals y tenían una media sonrisa dibujada en el rostro.
- ¿Estás leyendo algún libro? -le preguntó Luis.
Rafaela negó con la cabeza.
- Creo que no leo nada desde que estaba en el colegio.
- Yo estaba leyendo “Dos extraños en un tren”.
Rafaela asintió.
- ¿Y qué tal es?
- Más o menos.
Rafaela pensaba en otra cosa. En la sala los recién casados terminaron de bailar. El círculo se cerró. La gente empezó a transitar. Se produjo un silencio incómodo que perturbó a todos.
Rafaela y Luis hablaban en murmullos:
- ¿Y de qué se trata?
- Bueno, trata de dos extraños que se conocen en un tren.
- ¿En serio?
- Aja.
- ¿Y después qué pasa?
Algunos se acercaron a saludar a la novia. Parecía difícil llegar hasta donde estaban los recién casados pero algunos se aventuraban. Alguien llamó a Rafaela para que intentara atrapar el buqué pero ella negó con la cabeza. Le volvió a preguntar a Luis:
- ¿Y después qué pasa?
- Bueno. Cada uno decide matar al enemigo del otro.
- ¿Cómo así?
- No sé, creo que conversaban y salía el tema de la nada.
Rafaela lanzó una carcajada.
- ¿Sabías que eres gracioso?
Luis asintió.
- Sí, no sé cómo tu hermana me pudo cambiar por el idiota de mi primo…
Otra de las amigas de Patricia se acercó hasta donde estaba Rafaela y le dijo que todas las chicas estaban listas para atrapar el buqué. Rafaela negó con la cabeza, tomó a Luis del brazo y se lo llevó hasta el jardín. Pudo ver que las amigas de su hermana se habían arrimado a un extremo de la sala.
- ¿Qué sucede? -preguntó Luis.
Rafaela habló apresuradamente. Luis enmudeció. En la sala, Patricia le dio la espalda al grupo donde estaban paradas sus amigas solteras. Entre ellas se encontraban amigas del colegio y de la universidad, junto a Lola y otras chicas. Excepto Rafaela.
Patricia se rehusó a tirar el buqué sin su hermana en la fila, así que la mandó a traer con Marcela. Una vez que Rafaela estuvo ahí, el buqué voló por los aires hasta caer directo en las manos de una chica rubia con mirada tonta.
19.
Cuando Almendra cogió el buqué, se lo enseñó a todos gritando:
- ¡Lo atrapé! ¡Me voy a casar! -Mientras daba pequeños saltos. Tenía un vestido blanco a cuadros que le llegaba a la cintura. Algunos aseguraron haberle visto el calzón. Era rojo.
Luego de coger el buqué, se dirigió hasta donde estaba Álvaro y le dijo:
- ¡Lo atrapé!
Almendra trabajaba con Álvaro en un bufé de abogados, formado por un grupo de amigos salidos de la misma facultad. Almendra había estudiado secretariado bilingüe y fue aceptaba luego de mostrar por la oficina sus dos fabulosas piernas. Toda su vida había sido una versión de la ruca del barrio. A primera vista pasaba desapercibida, su aspecto no la favorecía, tenía el pelo pintado y la mirada desorientada. Su relación con Álvaro sobrepasó lo laboral una tarde de verano, cuando le mostró la parte bilingüe de su secretariado. Desde entonces el trabajo dejó de ser tan monótono para ambos. Almendra se pasaba las tardes sentada, limándose las uñas, esperando que Álvaro la saque a pasear.
A él le gustaba la displicencia con que Almendra se dejaba hacer el amor. Había cosas que le hacía en la cama de las que ni siquiera se atrevería a hablar con Patricia. Una noche, mientras regresaba de un night club con dos amigos y un travesti en el coche, se dio cuenta de lo que había pasado. Había perdido el control. Lo que hacía un año era un romance clandestino, una aventura de oficina, para calmar el dolor del día a día, se había vuelto una aventura descontrolada que podía o no acabar con su futuro matrimonio.
Un buen día, después de la faena de rigor, Álvaro tuvo la brillante idea de aclararle el panorama a Almendra. Le dijo que le gustaba estar con ella porque lo suyo era sólo sexo. Almendra respondió con un ataque drástico de insultos que no bajaron del maldito bastardo hijo de puta. Amenazó con contarle todo a Patricia y se puso a llorar. Antes de que Álvaro cogiera su ropa y se fuera, Almendra dijo que pensaba quitarse la vida y a dejar una nota suicida.
En el coche de la empresa Álvaro condujo como un zombi. La idea de ver su vida acabada antes de empezar lo mortificó siempre, pero ahora podía volverse realidad. Antes de llegar a la oficina, en el cruce de Javier Prado con Arequipa, sus dos amigos bajaron, se despidieron de él y caminaron por la avenida Arequipa dando tumbos. El travesti pasó al asiento del copiloto. Empezó a hablarle en voz baja, con un sonido ronco. Tenía el pelo largo, probablemente una peluca, tetas de mentira, una minifalda a la que le hacían falta caderas y botas de tacón alto. La luz de la calle se filtraba por el coche.
20.
Nelson Aguirre bajó del taxi y esquivó la cinta amarilla que le franqueaba la entrada de la casa de los Bobadilla. Su grafico llevaba una cámara digital y le seguía los pasos a pocos metros de distancia. Ambos tenían aspecto de estar cansados. Habían aceptado cubrir la nota a regañadientes. El diario necesitaba fotos frescas de cadáveres. Julio Chuqui, el director en jefe, ya tenía un titular en mente.
La noticia había llegado demasiado tarde a la redacción. La edición matutina había salido de la imprenta y estaba siendo distribuida como pan caliente. El que dio el dato fue un policía con quien se había llegado a un acuerdo.
Nelson Aguirre, el editor nocturno, suspiró. El chico al que habían enviado de gráfico nunca antes lo había visto en su vida, había aparecido en la redacción con una cámara digital a las cinco de la mañana y se subió al coche. Calculó que debía tener entre diecinueve y veinte años. Durante el trayecto no se dijeron palabra. Nelson Aguirre aprovechó para echar una cabeceada y dormir unos minutos.
Una vez en la puerta los policías les impidieron la entrada. Nelson Aguirre intercambió unas cuantas palabras con ellos. Eran los primeros periodistas en llegar. Los policías estaban listos para impedirle la entrada a la prensa. Sin embargo, el diario tenía buenos contactos. El detective de homicidios era amigo de Julio Chuqui. Más de una vez le había dado exclusivas por favores que eran retribuidos más adelante. El detective los dejó entrar.
El jardín de la casa de bobadilla era cubierto por un toldo. Ahí estaban las sillas, las mesas y el bar. Los músicos habían dejado los instrumentos y el pequeño escenario lucía ahora desierto. Con un poco de imaginación, Nelson Aguirre pudo ver como había sido la fiesta. Casi pudo ver a las chicas con sus vestidos. Pudo imaginar a los novios en el umbral de la puerta. Vio la mesa donde una bolsa de hielo se había derretido. Vio la sangre en el jardín. Entrando a la sala vio con tiza la silueta de un cadáver. Un impacto de bala en la pared. Unos cuantos casquillos en el suelo. Nelson Aguirre preguntó si aún quedaba algún cadáver.
El detective de homicidios sonrió. Otro detective forense paseaba por la casa recogiendo pistas. Los cadáveres se los habían llevado hacía unos minutos, pero aún había otro. Nelson Aguirre sonrió. El gráfico disparaba fotos que jamás serían publicadas. Lo que valía la pena era el cadáver, la sangre, la expresión sin vida de alguien…
Los llevó al estudio del señor Bobadilla. Ahí guardaba sus documentos y pasaba la mayor parte del tiempo. La puerta estaba cerrada con doble llave. Habían forzado la chapa y la puerta (de caoba, como todo en aquella habitación) había sido una puerta difícil de romper. Adentro estaba él. Había sido estrangulado y tenía fuertes contusiones en la cabeza. Su sangre seca le cubría el rostro. Había algo de materia gris en la pared, como un cuadro expresionista de Pollock. Aquel cadáver con el pantalón a la altura de las rodillas, en rigor mortis, era Álvaro Sosa.
El gráfico se había quedado boquiabierto ante la escena (era, sin duda, la primera vez que veía un muerto) y empezó a disparar fotos con la cámara digital. Apuntaba el lente y disparaba. Cuando nadie se lo esperaba, vomitó.
Uno de los policías lo sacó al jardín. El gráfico tomó un poco de aire y se repuso. Aquella pestilencia no se comparaba con ningún otro olor fétido que hubiera olido jamás. Alguien le pasó un vaso de agua que el gráfico bebió de un solo sorbo. Buscó la luz del día, porque acababa de amanecer, y se estiró levantando los brazos al cielo. Huyó del toldo, porque le daba la sensación de claustrofobia. Se paró junto a un árbol. Algunas ramas estaban torcidas. Sin pensar en nada les tomó una foto.
El detective de homicidios, tras fijar un nuevo precio a pagar a través de Julio Chuqui, llevó a Nelson Aguirre al segundo piso. Pasaron por el baño, ahí se había encontrado al primer cadáver. Había sido la dama de honor. Apareció con cortes en la yugular flotando en la tina. Mandaron a llamar al gráfico para que tomara otra foto. De todas formas, dijo el detective, podía darles luego algunas fotos. Eso era, por supuesto, otro precio y otra forma de pago.
Lo llevó al cuarto de la novia. Ahí había aparecido Patricia amordazada. Su muerte había sido menos dolorosa, si cabía el término. En realidad, había sido una muerte simple, menos complicada, menos espectacular. La habían amordazado con un pañuelo y le habían disparado en la cabeza, almohada de por medio, con un revolver. Los especialistas encargados de balística estaban en ese momento estudiando qué tipo de bala se había utilizado. Se sabía, por el momento, que un familiar político de la víctima había llevado un revolver al matrimonio.
- ¿Quién? -Preguntó Nelson Aguirre.
- Javier Ramallo.
Nelson Aguirre trató de hacer memoria. El nombre le sonaba a algo. Julio Chuqui le había informado rápidamente del caso por teléfono, pero Aguirre no le había prestado mucha atención. En aquel momento, al enterarse que iba a salir de comisión, tomaba su sexto café y se apretaba los ojos con una mano.
- ¿Y quién chucha es Javier Ramallo?
- El tipo que mató al asesino -dijo el detective.
En seguida comenzó a explicarle el orden de los acontecimientos. El primer cadáver que se encontró fue el de la dama de honor, a eso de la una de la mañana. El detective lo llevó a una escalera de servicio que conducía al techo. Los escalones finales estaban manchados con un líquido negro y viscoso. Había otra silueta dibujada con tiza blanca. El detective de homicidios sentenció:
- Paola Ramallo.
Nelson Aguirre tomó nota.
- Se encontró su cadáver dos horas después del de la dama de honor. Lo hizo Luis Sosa, primo de la víctima.
- ¿Cómo así supieron quién fue el asesino?
El detective y Nelson Aguirre caminaron por el techo. En la calle, los canales de televisión hicieron acto de presencia. Unos ciclistas matutinos se aglomeraron a contemplar la escena. Una cámara filmaba a una reportera. La camioneta era de canal dos.
- Rafaela Bobadilla, la hermana menor de Patricia, lo encontró en el jardín. Estaba medio desnudo. Dice que tenía una pistola. La chica le preguntó qué le pasaba y él se puso violento.
- ¿Quién era?
- Jorge Sokolich. Su papá era socio de Bobadilla en una empresa textil que enfrenta un juicio.
Nelson Aguirre silbó.
- Es grande la cosa -dijo.
- Ahí no acaba.
El detective lo llevó escaleras abajo. Volvieron a la habitación de Patricia. Se veía un tocador, un estante lleno de muñecos de felpa, el armario estaba abierto y el vestido de novia cuidadosamente colocado sobre una silla.
- No se sabe en qué momento exactamente asesinaron a Álvaro Sosa, pero se piensa que fue antes de que mataran a Patricia de un balazo en la cabeza. Después de esto, el supuesto asesino, es decir, Sokolich hijo, bajó las escaleras con la intención abrirse paso a balazos. Es cuando le dispara a un grupo de chicos amigos de la novia que bailaban… -El detective hizo un gesto con los ojos, separando las cejas-. Los médicos legistas se habían ido, llevándose el cadáver de la dama de honor. Bobadilla hizo que el fiscal de turno pasara por alto las normas habituales, lo coimeó… -El detective levantó los hombros. Aguirre tomó nota-. Mira cómo son las cosas. El loco de mierda este baja las escaleras y al primero en dar vuelta es al propio Bobadilla. Lo raro del asunto es que la pistola que tenía solía atascarse. Disparó a los chicos que bailaban. -El gráfico tomó algunas fotos a las siluetas en el piso y a las manchas de sangre-. Todos gritaron. Todos lo vieron… -Señaló las siluetas en el piso, los casquillos, las manchas de sangre-. Se dirigió a la puerta. -El detective señaló la puerta.
Salieron a la calle. Empezó a salir sol. Caminaron unos metros que se prolongaron y se volvieron cuadras, en dirección opuesta al Golf de San Isidro. Finalmente encontraron otras cintas amarillas y un cadáver en la pista junto a una mancha de sangre.
- Aquí terminó el hijo de puta -dijo el detective.
Nelson Aguirre asintió. El sol le caía en la cara, lo que le hacía achinar los ojos. Era una gran historia. El gráfico tomó otra foto.
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